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Por la decencia y la dignidad

Por - 17 de Febrero 2017

Burda la patraseada de Bula en una carta en la que no le quedó bien ni el nombre, dejando más dudas de las que pretendía aclarar. Es tan “oportuna” y expresa, que más parece una constancia exigida o negociada. Vaya uno a saber.

Burda la patraseada de Bula en una carta en la que no le quedó bien ni el nombre, dejando más dudas de las que pretendía aclarar. Es tan “oportuna” y expresa, que más parece una constancia exigida o negociada. Vaya uno a saber.   Y aunque al presidente le parezca que “más claro no canta un gallo”, lo que dijo Bula inicialmente también fue muy claro: “y esa plata era para el señor Roberto Prieto”. Él lo sabía, así no tuviera la foto de la entrega del dinero a Prieto, si es que su incertidumbre de hoy a eso se refiere. La cosa no es tan sencilla como que los testimonios que exoneran  al Gobierno arrojan “claridad absoluta” por simple e injustificada declaración presidencial, pero aquellos que lo inculpan son “absurdos e inaceptables”, como los calificaron los altos funcionarios por provenir de un bandido.   Pero esto es apenas una mancha en el lodazal de corrupción donde se hunden los valores de servicio público que otrora inspiraban el quehacer político, lo que condujo inexorablemente a la deslegitimación de la democracia. Hoy desentierro recuerdos de juventud, cuando mi padre fue senador y los candidatos a tan eximia dignidad –que lo era– salían de lo mejor de los partidos en las regiones; partidos que defendían ideas y no clientelas, y menos “inversiones políticas” reembolsables desde el poder, cuando no mezquinos intereses. Nunca oí hablar en mi casa de dinero para las campañas de mi padre, más allá del poco que exigían los agotadores traslados para defender ideas en la plaza pública. La publicidad y los medios no habían convertido a candidatos y programas en productos que se maquillan y venden en feroz competencia.   La política dejo de hacerse con ideas y empezó a hacerse con dinero,  que de alguna parte tenía que salir. Al margen de sus muchos beneficios, la perversión del oficio se sembró desde el Frente Nacional, cuando el Estado se convirtió en botín repartido milimétricamente por mitades. Un Ministerio para allá, uno para acá, y así con gobernaciones, municipios y toda la administración pública.   La reforma del 68 institucionalizó el matrimonio de conveniencia económica entre los poderes Legislativo y Ejecutivo con la creación de los Auxilios Parlamentarios, que se repartían a discreción  desde las apetecidas comisiones cuartas, convertidas en núcleo de poder del Congreso. Enormes capitales y grandes negocios son hijos de esa vagabundería.   La Constitución del 91 los prohibió y creó la reposición por votos a los partidos, recursos que resultaron insuficientes para el valor incremental de las campañas y la ambición personal de muchos. Entonces se disfrazaron de "fondos de cofinanciación" o de los “cupos indicativos" de hoy, creados por el ministro Santos en el Gobierno Pastrana.   El daño estaba hecho; la corrupción perforó los valores del quehacer político. Los partidos se convirtieron en “empresas electorales”, el triunfo a toda costa  en “objetivo empresarial”, las campañas necesitaron “gerente” y las ideas fueron reemplazadas por millonarias estrategias publicitarias. Por esa puerta entraron los dineros ilícitos y el país enfrentó el que creímos el mayor escándalo político de la historia: el proceso 8.000.   Pero no aprendimos. El elefante nunca se fue –“Aquí estoy y aquí me quedo” –,  arremetiendo masivamente contra el erario: salud, educación, alimentación infantil, infraestructura; nada escapa al soborno y al robo desvergonzado, en medio de aterradora impunidad. Colombia no puede salir mal librada de esta crisis. Hay que salvar a la Nación de la debacle moral que compromete su existencia, y es el fiscal el llamado a liderar esa cruzada por la decencia y la dignidad.    @jflafaurie