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Foto: CONtexto ganadero.

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Pescado con sabor a calle

Por - 24 de Octubre 2016


Como ocurre en las grandes capitales del mundo, en algunas de las zonas aledañas a los sistemas masivos de transporte se presentan situaciones que empiezan a tornarse normales y naturales pese a que son riesgosas y pueden afectar, en este caso, la salud pública. Algo de esa índole sucede en Medellín.   Salí de mi casa a eso de las 10 de la mañana, estaba un poco tensionado por la misión que me había propuesto hoy, pero mi mente tenía un objetivo claro. Me subí al carro que me llevaría a encontrar una escena que recreé durante varios días en mi cabeza. (Lea: Decomisos de pescado sumaron cerca 90 toneladas en Semana Santa)   En el camino repasaba lo que creería que me encontraría y hasta los olores desagradables que allí percibiría. Incluso imaginaba que trasbocaba.   Conforme iba llegando a mi destino, el aspecto de la capital de la ‘eterna primavera’, como le dicen a Medellín, fue cambiando drásticamente. La indigencia pululaba y el consumo de estupefacientes estaba a la orden del día. A eso se le sumaban talleres de motos, bodegas de reciclaje y más habitantes de calle que dormían en las aceras o simplemente hacían una que otra labor para ganarse algunos pesos.   El vehículo se detuvo varias veces, los populares ‘tacos’ como les dicen a los trancones dificultaban el tránsito hacia la zona que me dirigía. Había un ingrediente adicional, en ese sector de la capital también hay varias residencias y por ende en varias esquinas se veían prostitutas.   Me aproximaba a mi destino, iba por la avenida Bolívar, la arteria que está debajo del metro. Tras avanzar un poco más bajé por la calle 54. Allí hallé todo lo que venía imaginando: olores nauseabundos, aguas represadas, perros comiéndose lo que había en la calle y mucho pescado. La escena era peor de lo que imaginaba. (Lea: Consumo de carne baja en Semana Santa y se restablece en mayo)   Eran unos 10 puestos o tal vez más en donde comercializaban el producto sobre todo el andén. No solo se aprovechan de forma indebida del espacio público, sino que venden un alimento muy sensible que podría contaminarse por no estar debidamente refrigerado, recibiendo todo el esmog de los carros, las bacterias presentes en el ambiente y todo ello ante la indiferencia ciudadana.   Bajé a toda prisa por la 54. El olor me intimidó, pero sabía que no podía claudicar, ya estaba en el lugar así que debía sobrepasar la incomodidad que aquello que mi nariz percibía. Di la vuelta a la manzana y volví a la esquina de la avenida Bolívar. Bajé lentamente y vi como el pescado era manipulado sin ningún pudor, a duras penas los vendedores tenían una simple bata con la que cubrían sus prendas de las escamas.   El hielo con el que se debería mantener el producto fresco y condiciones al menos decentes ya escaseaba. Los vendedores de aquellos puestos, sin ningún problema ofrecían su producto. “Hay mojarra, bagre y bocachico”, vociferaban. Otros indagaban por lo que el cliente necesitaba.   Volví a salir de allí. Necesitaba aire para respirar y detallar otra vez la situación. Además me causaba mayor impresión ver que por esa calle se veían perros tratando de tomarse el agua sangre que corría por el borde del andén. (Lea: Cuidado con los alimentos que consume en Semana Santa)   Regresé al inicio de la calle 54. Al otro lado se veían locales de todo tipo: panadería, restaurantes, hoteles, una compraventa, salsamentaría y unas ferreterías. Curioso que convivan con los olores desagradables que expele el pescado, especialmente sobre el medio día cuando el rayo del sol se intensifica y el hielo derretido se funde con el alimento, generando un aroma aún más desagradable.   En la acera de los 10 o tal vez más pequeños expendios informales de pescado también había negocios. El más grande era uno que vendía toda clase de mercancía, desde ropa hasta artículos para el hogar; había una pescadería grande y muy bien presentada, una carnicería, un restaurante y una fuente de soda.   Salí de allí, pero ahora tenía una misión más: tomar fotos. Con mucho sigilo, saqué mi celular y capturé algunas imágenes. Ya al final de la calle vi algo que me sorprendió y que había alcanzado a percibir durante las 3 veces que atravesé la calle 54, un camión era cargado con patas de ganado.   Me detuve unos segundos a tomar 2 fotos y corroboré que de una pequeña puerta salían las extremidades de los semovientes empacadas en unos costales y eran cargadas en un furgón grande. Eso me puso a pensar y ver el poco interés de la ciudadanía con el comercio informal del pescado o la carne. Todos lo ven y nadie dice o hace algo. (Lea: La acuicultura sostenible, opción para la seguridad alimentaria)   Volví al carro que me había recogido y que me llevaría de vuelta a mi casa. Durante todo el trayecto recordé una y otra vez los charcos de agua sangre que se formaban sobre una acera de la calle 54, pero a la vez pensaba en la gente que compra el pescado en ese sector de la ciudad, a quienes la salud parece no importarles, ante la nula salubridad con la que se venden los alimentos. Termino de escribir esta crónica, pero seguro pasará algún tiempo antes de poder olvidar ese olor nauseabundo.

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