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Desarrollo y propiedad rural en Colombia: el proceso de paz

Por - 17 de Enero 2013

El proceso de paz con las Farc politiza cada vez más la propiedad de la tierra, su tamaño y regulación como propiedad privada rural. Es preciso salir de las discusiones ideológicas hacia propuestas para que el campo colombiano sea fuente de progreso y de paz, sustentados en una actividad económica próspera, incluyente y competitiva.

Varias de las propuestas ciudadanas y de ciertas asociaciones plantean limitar el tamaño de la propiedad privada rural a 100 hectáreas. Esto no es viable en un proceso de paz que pretende reconciliar a diversos sectores y no a complacer a uno solo, y no puede empezar por atentar contra una realidad rural consolidada a lo largo de la historia del país, compuesta por millones de campesinos, propietarios e industriales cuya subsistencia se arriesga si se hace caso a proposiciones como las enunciadas.

El 44,3% de los predios en Colombia tiene menos de 10 cabezas y 80% de los predios ganaderos colombianos tiene menos de 50 cabezas, lo que muestra una heterogeneidad en el agro basada en la coexistencia integrada entre actividades latifundistas y minifundistas, lo que genera dinámicas económicas diferenciadas para ambos segmentos, y que en conjunto posibilitan la productividad económica y el bienestar social.

¿Por qué necesitamos la heterogeneidad productiva en el campo? Porque los latifundios, como los minifundios, son necesarios en nuestra realidad ganadera: equilibran cargas y beneficios para los productores y consumidores, ambos aportan a la competitividad del campo alentando tanto el consumo doméstico rural y urbano, como las exportaciones ganaderas.

La política rural debe integrar la diversidad de la propiedad rural colombiana. ¿Por qué  los latifundios también? Porque crean economías de escala, cuyo aumento en la producción y productividad minimiza costos, genera empleo, aumenta eficiencia y produce grandes inventarios. Sus ganancias garantizan la posibilidad de inversiones y de proyectos de investigación que llevan a la innovación tecnológica y a la retroalimentación positiva para la tecnificación dentro del mismo ciclo productivo. Es decir, su escala permite la transferencia de tecnología hacia los más pequeños.

Este tipo de industrias rurales pueden abastecer a grandes centros urbanos así como a mercados externos, claves en el proceso de globalización, cada vez más intenso. Estamos hablando del sector urbano e internacional, entonces ¿qué pasa con el mismo sector rural que debe ser autosustentable? Aquí viene el papel de los minifundios.

Uno de los últimos informes de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) muestra el papel general de la cría de animales para el sustento económico y nutricional para las pequeñas familias con economías de pancoger. La agricultura es una herramienta contra la pobreza y la actividad local es imprescindible para abastecer los cascos urbanos y las fincas ganaderas.

Lo propuesto no busca la integralidad sino la imposición. Y nunca ha salido nada bueno de una paz impuesta. El desafío sigue siendo el mismo: que el activismo de los actores legítimos en el escenario político deje de discutir el derecho constitucional a la propiedad privada de la tierra o el modelo económico, dándole la espalda a lo que nos enseña la globalización.

Debería primar una visión integradora, respetuosa de la realidad, de la tradición cuando es útil y de la competitividad rural colombiana, manteniendo un espectro social y económico pluralista, emprendedor y con un clima de negocios favorable. Esta sí sería una agenda seria por la paz colombiana, imposible cuando se basa en dogmas ideológicos que la historia ya probó obsoletos, y no en la realidad rural.