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Amores criminales

Por - 22 de Noviembre 2020

El plato central de la noche, un cochinillo humeante y de buen tamaño, es colocado en el centro de la mesa. Su crocante piel, roja cobriza por el efecto del fuego candente del que recién salió, hace perfecto complemento cromático con la decoración que lleva encima.

Un par de docenas de diminutos palillos de madera han sido clavados sobre el cuerpo del cerdo para adornarlo. Se trata de una suerte de brochetas de verduras de tonalidades verdes y amarillas que, a pesar de estar atravesadas de un lado a otro con una estaca, han corrido mucha mejor suerte que el animal al que sirven de decoración.

El cochinillo está despatarrado sobre una cama de lechugas y con el hocico muy abierto, más de lo normal, sosteniendo entre sus mandíbulas una manzana también de un tamaño desproporcionado. El gesto post mortem que le ha quedado impreso deja claro que no ha sido fácil realizar la tarea y que se necesitaron varias manos para abrir sus maxilares.

En contraste, a pesar de la fruta enorme que lleva incrustada en el hocico, se le alcanza a ver sonriendo también, con una mueca burlona, como si estuviera enterado de un secreto premonitorio, del que los demás asistentes a la cena no tienen ni la menor idea. Todos creen que están en una fiesta, sin saber que en realidad asisten a la escena de un crimen.

Carlos Salim no puede dejar de observarlo, siente que el cerdo también lo está mirando. Es la mirada cómplice y acusatoria de un juez que ya sabe el final de la historia, que ya tiene más que listo el veredicto, pero se divierte con el sufrimiento del protagonista, mientras recorre los pasos que lo llevan al patíbulo.

Carlos se ha pasado la noche dando vueltas por la sala, entablando cortísimas conversaciones aquí y allá para tratar de disimular el agujero negro que lleva adentro. No es un fanático de la bebida, pero ya ha tomado un par de tragos de más. No es para menos, su matrimonio está a punto de acabar y, sin embargo, él está allí, pasando la cena de fin de año con la familia del esposo de su cuñada, tratando de disimular lo obvio, rodeado de gente que no conoce y de una docena de niños que corretean y gritan por todos lados y se multiplican como si fueran un virus de laboratorio.

Carlos pensó que, inspirados por el espíritu navideño, podrían arreglar las cosas, pero ya se está dando cuenta de que cualquier esfuerzo será en vano. Ella pasa por su lado y lo castiga con indiferencia, haciendo gala de ese don divino que poseen algunos para anular a sus contrincantes reduciendo su existencia a nada, invisibilizándolos, convirtiéndolos en menos que un cero a la izquierda, anulando por completo todo conflicto.

Carlos no debería estar allí, pero ahora está sentado en un rincón, agarrado de un vaso de whisky como si su vida dependiera de ello, mirando fijamente al cochinillo, perdido en sus cavilaciones, dándole vueltas en la cabeza a las mismas ideas y a los mismos recuerdos una y otra y otra vez. Debió haber dicho que no, aceptar que no podrá recuperar a la mujer de su vida e irse a cualquier otro lugar del mundo a pasar el fin de año mascullando a solas su tristeza.

Alrededor de la bandeja donde está dispuesto el cochinillo, varias manos hábiles y enguantadas terminan de disponer lo que será una cena de Año Nuevo inolvidable, por la exquisitez de los platillos, pero, además, por lo que sucederá a continuación.

Las manecillas de un feo reloj de péndulo, vetusto y enorme que prevalece en medio del resto del mobiliario del salón, marcan las once de la noche en punto. Sus campanadas retumban anunciando que lo nuevo llega y que lo viejo se va. Ya se ven en las caras de los invitados los efectos del licor que los meseros se han encargado juiciosamente de surtir desde el principio de la noche.

¡En esta familia se bebe de verdad! Grita cada hora el dueño de la casa, haciendo sentir su soberanía. ¡El último que quede en pie, despierta al primero que se duerma! Ustedes sigan sirviendo que el hígado y el de arriba son los que dicen cuándo hay que parar, yo no.

La familia en pleno hace un efusivo brindis que termina en una risotada comunal que queda retumbando en el amplio salón del comedor. Ella también ríe, como si nada estuviera pasando. ¿Cómo hace para disimular la inquietud, la frustración, el dolor? En ningún momento se le ve decaída, al contrario, se ve más bella y luminosa que nunca.

Él la mira y la mira y la mira, y ella lo evita, pero en los momentos en que por error sus miradas coinciden, ella lo atraviesa, lo asesina con esos ojos verdes aceituna que un año atrás reflejaban la admiración, la entrega, el amor incondicional y profundo que sentía por él. Ahora ella lo mira haciéndole saber que ya no es y nunca volverá a ser el centro de su universo.

Continuará........