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El grito de mi generación

Por - 19 de Mayo 2020

Preservar la disciplina social para combatir la pandemia ha de ser compatible con los valores constitucionales.

En esencia, la estrategia está definida: minimizar el número de víctimas fatales y de empleos destruidos. No es fácil ejecutarla; en teoría, son compatibles. En la práctica, según a qué lado de la ecuación nos inclinemos, mayores los riesgos en el opuesto. Carecemos, además, de certeza sobre cuál es nuestra capacidad para mitigar la dimensión social de la pandemia.

El Gobierno afirma que ha logrado juntar $28,5 millones, una cifra enorme, en parte ya gastada o comprometida. Entre tanto, un grupo amplio de parlamentarios propone subsidiar durante tres meses con un salario mínimo a 34,5 millones de personas afectadas por la crisis. Ese programa vale más de $ 40 billones. Encomiable, propuesta, sin duda. ¿De dónde saldría esa suma u otra parecida?

El Gobierno ha tomado una decisión muy popular: trasferir unos recursos, que eran propiedad de personas determinadas, de las AFP a Colpensiones. Nadie protestó, es verdad, porque esa medida fue benéfica para los titulares de esas cuentas: les canjearon unos dineros que podrían ser insuficientes para pagar sus pensiones por una promesa vitalicia a cargo del Estado.

Sin embargo, esa circunstancia no altera la realidad: el Estado se alzó con unos fondos que eran de unos particulares que no expresaron su consentimiento para cederlos. Con una técnica similar un gobierno cleptómano de Argentina se apropió de los ahorros pensionales. El precedente es grave: implica una expropiación carente de autorización legal. Si esa jugadita supera el examen de la Corte, cabe temer por el respeto a cualquier otra forma de propiedad, sean ahorros en los bancos, una peluquería o la panadería de la esquina.

Soportar las consecuencias económicas de la pandemia es un pesado fardo que la sociedad deberá afrontar; primero, mediante un incremento sustancial de la deuda pública y, luego, mediante la trasferencia gradual de esos pasivos colectivos a cada uno de nosotros mediante impuestos que pagaremos a lo largo de muchos años.

El propio presidente, con razón, ha señalado que no es este el momento de decretar impuestos. Por eso resulta tan extraño que haya dispuesto establecer un gravamen a los salarios de ciertos funcionarios públicos y contratistas del Estado.

Dos problemas jurídicos percibo. La desmejora de los derechos sociales de unos trabajadores (sus salarios u emolumentos se reducen en el monto del tributo), acción que está prohibida en ejercicio de facultades de excepción; y una ruptura injustificada del principio de igualdad: la adopción de un tratamiento impositivo discriminatorio en contra de quienes perciban rentas de trabajo como servidores del Estado. El mensaje implícito, además, es fatal: que los burócratas, como despectivamente a veces se les llama, o están sobrepagados o aportan poco a la sociedad.

En el mismo decreto se impuso un impuesto, también transitorio, a las que se denomina megapensiones. Este término no tenía, hasta ahora, dimensión jurídica, aunque sí política y con un fuerte acento negativo. Mal precedente cuando un Gobierno decide politizar el lenguaje del Derecho que debe ser sobrio y neutral, como lo aprendimos en Don Andrés Bello. Eso no lo hacen las democracias; al presidente le metieron un gol.

Las normas de confinamiento contienen una excepción en favor de quienes tengan perros; pueden salir con sus cánidos durante 20 minutos diarios (tiempo que ninguna autoridad puede controlar). Por supuesto esa diferencia nos coloca en condición de aberrante inferioridad a quienes carecemos de esas mascotas. O peor, si admitimos que la medida no busca el bienestar de los dueños de los perros, si no de estos como tales. En tal caso, resulta que los perros, en esa dimensión tienen derechos mejores que los nuestros: ellos pueden salir, pero no quienes de ellos carecemos. Alguien dirá que en tiempos de pandemia es mejor ser perro que humano. ¡Guau, guau!

Como he sido servidor civil, sé lo difícil que es tomar decisiones, en general bajo el apremio de las circunstancias y con elementos de juicio insuficientes. Soy testigo apesadumbrado de condenas pecuniarias astronómicas impuestas a funcionarios honestos sobre la base de investigaciones de precaria calidad. En muchas ocasiones nuestros funcionarios no deciden como creen mejor, sino como anticipan que los entes de control esperan que lo hagan; en no pocas oportunidades la conducta prudente es no hacer nada.

Para tratar de protegerlos, en uno de los decretos -de muy compleja instrumentación- se dispuso que si hubiere errores ello no conllevará responsabilidad para quienes participen en la implementación del programa. Mayúscula ingenuidad. Atenta contra de las facultades de los organismos de control. Otras tendrían que ser las soluciones contra el populismo anticorrupción que por tantas partes ronda.

Lo último y esencial. La intolerable amenaza contra el valor supremo de la libertad que en su más elemental y profundo sentido consiste en que podemos hacer cuanto nos plazca, por razón o capricho, siempre que no violemos los derechos de terceros. A los ancianos nos pueden encerrar dentro de una política de protección recíproca contra la pandemia para evitar que nos contagien o que contagiemos a otros.

Sin embargo, no es admisible que, cuando los demás puedan salir, porque las circunstancias, dentro de ciertos protocolos que hay que respetar, lo permitan, a los ancianos se nos someta a arresto domiciliario con el argumento cierto y, al mismo tiempo, inadmisible de que somos más vulnerables. ¡A otro perro con ese hueso! Los ancianos tenemos el derecho de decidir si nos protegemos o no y de qué manera. O si mejor desafiamos a la Pelona.