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En medio de la tempestad

Por Jorge Humberto Botero - 27 de Marzo 2020

En estas complejas circunstancias se requiere actuar rápido, pero pensar con calma. Nada fácil.

A estas alturas, la vertiginosa evolución de la pandemia, justifica, sin que nadie lo haya puesto en duda, que se acuda al mecanismo constitucional extraordinario de la emergencia económica para adoptar medidas que en tiempos ordinarios, no están a disposición del presidente.

Así mismo, y ante la proliferación de medidas adoptadas sin duda con recta intención por gobernadores y alcaldes, fue menester un nuevo decreto mediante el cual se subordinan las acciones de esas autoridades a las normas e instrucciones del gobierno central. Esta determinación es también correcta. Eso es lo que con claridad dispone la Constitución y lo que conviene al país.

Ante un enemigo tan poderoso, nada más dañino que divisiones internas; y nada más urgente que un liderazgo consolidado en el jefe del Estado. Sin embargo, hay quien me dice que las comunidades indígenas no están sometidas a las reglas que gobiernan la salud pública; que les basta “el conocimiento ancestral”. ¿Será mejor congregarnos para un ritual de purificación que seguir confinados?

Dicho esto, observo que la tensión surgida entre las autoridades nacionales y del distrito capital se han resuelto o va camino de serlo. Hay que alegrarse de que esa dificultad se supere. Hemos observado a los funcionarios públicos de todos los niveles comprometidos con el ejercicio de sus deberes, asumiendo con estoicismo los riesgos que sobre su salud ello implica.

El incremento de las potestades del presidente, ahora habilitado para dictar leyes, que es atribución primordial del Congreso, impone el reto de preservar el equilibrio entre los diferentes poderes del Estado. La realización de este propósito impone -y así está previsto- que el Congreso, si no se hallare en sesiones, sea convocado para que se reúna, al finalizar el régimen de emergencia para realizar el control político de las medidas adoptadas.

Infortunadamente, el Parlamento debería estar funcionando en este momento, y no lo está por determinación de los presidentes de las cámaras, los cuales han acatado las recomendaciones de las autoridades de salud. Es probable, además, que el Congreso no pueda sesionar de manera presencial durante un lapso dilatado, no solo para ejercer ese escrutinio, sino, además, para el cumplimiento de sus funciones ordinarias. El trauma institucional es enorme.

La Constitución contempla la posibilidad de que las cámaras sesionen, por acuerdo entre ellas, en lugares o sitios diferentes a su sede. Ese lenguaje, que es propio de la época en que la Carta fue escrita, parece impedir que el Congreso opere de modo no presencial, posibilidad que la legislación comercial ya reconoce. Una interpretación razonable debería conducir a la adopción de normas que permitan el funcionamiento virtual del Congreso, al menos mientras se mantenga la emergencia en salud. Aunque la expedición de esas normas corresponde a las mesas directivas de Senado y Cámara, el Gobierno podría dar el apoyo técnico necesario para el establecimiento de una plataforma que permita sesionar y decidir utilizando medios digitales.

Al margen de lo anterior, mucho convendría que el Gobierno establezca, si no existiere, un enlace electrónico con los congresistas, y que por ese medio les haga llegar la información relevante sobre las normas que se dicten, su justificación y la evolución de la crisis. Superada la emergencia, ese ducto debería mantenerse y ampliarse. Igualmente, como algunos lo hemos sugerido, podría convenir la creación de un comité asesor independiente que ayude a legitimar las duras decisiones que las circunstancias aconsejen.

El Gobierno ha procurado preservar el ingreso de las familias con el fin de que no se deterioren sus ingresos y mantener la economía a flote. Los esfuerzos financieros son enormes y justificados. Para las de ingresos bajos, que suelen estar en la informalidad, su estrategia ha consistido en preservar e incrementar las transferencias directas a través de los programas existentes (Familias en Acción, Jóvenes en Acción y Adulto Mayor); en el caso de quienes tienen empleo formal, las medidas apuntan a aliviar sus flujos de caja, muy afectados por la contracción de sus ingresos. La reprogramación de obligaciones tributarias o con empresas de servicios públicos, y la apertura de facilidades para que los bancos puedan refinanciar créditos, son útiles.

Me llega ayer una propuesta que sería muy popular: decretar una moratoria generalizada de las obligaciones con los bancos. Su adopción sería fatal. No se olvide que ellos, en lo esencial, honran los compromisos con depositantes y ahorradores con el recaudo de los préstamos y los ingresos derivados de inversiones realizadas en los mercados financieros. Si se les priva de la fuente principal de sus ingresos para atender sus pasivos frente al público, tendrían que acudir, a su vez, a recursos del Banco de la República, lo cual probablemente incrementaría, en cifras elevadas, la moneda en circulación causando su envilecimiento. La historia demuestra que las grandes crisis sociales provienen de pandemias o de severos trastornos del sistema financiero. No agravemos una situación que ya es gravísima.

Existe una heterogénea multitud de personas empresarias de su propio tiempo que, en general, son de ingresos bajos o medios. Me refiero, por ejemplo, a quienes trabajan en el sector de la belleza (manicuristas, peluqueros), en sus propios talleres (zapateros, carpinteros, mecánicos, etc.) o que prestan servicios a domicilio (electricistas, fontaneros, albañiles etc.) En estas dispares categorías puede haber una multitud de personas que no está en la pobreza pero que rápidamente puede caer en ella. Hasta donde sé, no existe un programa asistencial para atenderlas. Habría que diseñarlo e implementarlo, tal vez a partir de la información recogida por el sistema de salud.