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No es Uribe. Es la democracia, ¡estúpido!

Por Carlos Alonso Lucio - 05 de Agosto 2025


Estaba haciendo fila para entrar a cine —sí, a cine— cuando, entre las personas que esperaban su turno, me topé con un viejo conocido. Un excompañero del M-19 al que no veía desde hace años. Solo sabía de él lo que se murmura por ahí: que ahora es activista del Pacto Histórico, de esos a los que les pasaron un contratico en el Ministerio de Igualdad. No creo que supere los tres milloncitos mensuales. Un puesto simbólico, de esos que se pagan más por lealtad ideológica que por mérito.

Por delicadeza con él —para que no lo echen por haberme saludado— voy a cambiarle el nombre. Digamos que se llama Gustavo*. En este gobierno no sería la primera vez que alguien pierde el empleo por el delito de haber sido amigo mío. A más de uno lo han sacado por el simple hecho de haber trabajado conmigo hace 25 o 30 años. Así de mezquina se vuelve esa gente cuando ya está en el poder.

El saludo fue breve, como esos encuentros que sorprenden al paso.

—Hola, Carlos—, me dijo.

—Hola, Gustavo*. ¿Qué hay de su vida? —le respondí—.

—Por ahí lo he leído… como que usted se volvió de derecha —me soltó con esa sonrisa condescendiente tan propia de quienes creen que tienen la brújula moral del mundo.

La tara postmoderna de la mamertería: el que no es petrista, es de derecha.

No me molesté. Solo le pregunté:

—¿Y cómo vio la condena de Uribe?

Su respuesta fue tan rápida como visceral:

—Carlos, usted sabe que yo sigo siendo revolucionario… y odio a ese hijuetantas.

No hubo más. La fila avanzó, entramos a sala, cada quien tomó su asiento en ubicaciones distintas.

Pero yo me quedé pensando…

Lo que me dijo Gustavo no me sorprendió. Lo que me preocupó fue la naturalidad, si se quiere, la ligereza con la que lo dijo. Esa forma simplista, ideologizada, binaria, en la que muchos están leyendo lo que está ocurriendo: como si fuera un triunfo ideológico. Como si la condena de Álvaro Uribe fuera una victoria de la “izquierda” sobre la “derecha”. Como si todo se tratara —otra vez— de uribistas contra antiuribistas.

Esa forma de mirar el país es, simplemente, estúpida.

Porque no se trata solo de Uribe. Se trata de lo que estamos haciendo con la democracia.

Lo digo con total claridad: siento una profunda solidaridad humana y personal con Álvaro Uribe Vélez y con su familia. No lo digo como político, sino como ser humano. He vivido en carne propia el dolor de ver a los tuyos perseguidos, vilipendiados, condenados. Entiendo lo que significa para una familia entera, para los hijos, para la esposa, para los nietos, cargar con una condena que —además— está plagada de irregularidades procesales.

Porque sí: creo firmemente que la condena contra Uribe es jurídicamente cuestionable, políticamente instrumentalizada y moralmente injusta. Y eso, por sí solo, ya debería alarmar a cualquiera que de verdad crea en el Estado de derecho.

Pero aún más allá de Uribe —de su dolor, de su familia, de su historia— lo que está en juego es algo mayor: es la democracia misma.

Nos están vendiendo esta condena como si fuera el cierre de un ciclo, cuando en realidad puede ser la apertura de una nueva fase de desgarramiento político de nuestra nación. Judicializar a un adversario no es lo mismo que derrotarlo democráticamente. Y construir un proyecto político sobre su destrucción no es justicia: es venganza.

Una justicia que actúa con sesgo, que filtra, que acusa sin pruebas contundentes, que ignora garantías procesales, no es justicia: es herramienta de poder. Y el poder, cuando se acostumbra a usar la justicia como garrote, ya no tiene freno.

A mí no me importa si los que hoy celebran se autodenominan “revolucionarios”, “progresistas” o “alternativos”. Si mañana el poder cambia de manos, lo que ellos han justificado hoy, puede volverse en su contra. Porque las reglas de la democracia no se acomodan al odio ni al oportunismo. Se sostienen en principios. Y uno de esos principios es la separación real entre la justicia y la política.

Por eso lo repito con toda intención: No es Uribe. Es la democracia, estúpido.

Y si no lo entendemos pronto, nos vamos a quedar sin democracia y sin Constitución. Sin garantías, sin equilibrio, sin libertad.

Y cuando eso pase, los idiotas que celebraron la caída de un adversario van a darse cuenta —muy tarde— de que no era una pelea ideológica. Era el colapso del pacto civilizatorio que nos sostiene a todos.