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Civilidad en los debates

Por - 20 de Febrero 2020

A los argumentos de la fuerza hay que oponer la fuerza de la razón.

Recién se ha liberado “El Manifiesto por Colombia” que suscribieron más de cincuenta ciudadanos de diferentes tendencias políticas que están o han estado vinculados a la academia, son opinadores habituales en los medios o han ejercido responsabilidades de gobierno. Al actuar en conjunto persiguen exponer sus propuestas sobre el futuro del país; lo hacen con total independencia pues no representan intereses sectoriales de ningún tipo. Confían, exclusivamente, en su capacidad de influir en la sociedad. A nadie distinto de sí mismos representan y no exigen espacios para exponer sus preocupaciones.

Que personas de diferentes ideologías hayan podido converger en un conjunto de propuestas, demuestra que hay alternativas para discutir los problemas nacionales distintas a los bloqueos callejeros; y a los insultos que se intercambian por los medios o las redes personas que, por la representación que ostentan, están obligadas a guardar compostura. Frente al lamentable episodio de hace un par de días, el Gobierno y Semana tendrían que pedir excusas públicas y tomar acciones correctivas.

Para repetir una obviedad, digamos que una sociedad democrática se edifica mediante el debate razonado, pacífico e incluyente. La protesta social es legal, y puede, en ocasiones, estar justificada; sin embargo, cuando se torna recurrente, es síntoma de una preocupante disfuncionalidad en los mecanismos de relacionamiento entre Estado y sociedad. Los actos de violencia contra agentes policiales y la infraestructura de transporte son inadmisibles, como también lo es la coacción que se ha ejercido sobre millones de ciudadanos a los que se les ha perturbado el derecho a moverse con libertad.

Para los adherentes al Manifiesto tuvo incidencia el preocupante silencio de los partidos políticos y otros estamentos de la sociedad civil frente a las exigencias que un sector minoritario plantea en un pliego de peticiones cuyo ostensible propósito consiste en bloquear las reformas que el país requiere hasta cuando ellas se negocien con el Comité de paro y con nadie más.

Pesa, así mismo, la preocupación por la prolífica agenda de paros que se intenta desarrollar en las próximas semanas, comenzando con uno nuevo de maestros: otro golpe a la educación pública que el Manifiesto defiende como uno de los ejes de la integración social y la lucha contra la desigualdad. El país no puede seguir tolerando unas acciones que con frecuencia privan a muchos niños y adolescentes de acceso a la educación, deterioran su calidad y desprestigian a la educación estatal que, al menos en su nivel básico y medio, debería ser pública, gratuita y universal, paradigma que estamos lejos de alcanzar.

Esa convergencia acotada entre personas que piensan distinto explica que se haya construido un texto que, a veces, es más aspiracional que programático. Algunos de quienes fueron invitados a participar en esta iniciativa pretendían que sus visiones sobre la paz, la lucha contra la informalidad y el desempleo, o el crecimiento económico, por ejemplo, fueran recogidos en el Manifiesto. Proceder de esa manera habría impedido los acuerdos que finalmente se lograron. Elaborar y difundir un programa político, para someterlo a la validación de los ciudadanos en las próximas elecciones, no era el objetivo previsto.

Estas tensiones, inherentes al propósito de coincidir desde posturas heterogéneas, explica tanto las limitaciones como las bondades del texto. Mientras para algunos la política de salario mínimo debe fundamentarse en la evolución de la productividad del trabajo, otros de los participantes en el proyecto creen que generar un poder de compra del salario adicional al determinado por ese parámetro (y, por supuesto, de la inflación transcurrida) puede generar crecimiento y ampliar la capacidad de consumo, sin que esos incrementos se traduzcan en inflación. Estas tensiones obligaron a que, en este punto, el documento se quedara en un plano de generalidad: pedir políticas que incrementen el empleo formal; sin duda, un lugar común.

Del lado opuesto, tiene su gracia que entre personas tan disimiles se haya logrado un consenso sobre la importancia de la fiscalidad como herramienta en la lucha contra la desigualdad. En ese ámbito se recomienda cuidarse “de otorgar exenciones o subsidios tributarios regresivos e indeficientes”, una aguda crítica a las políticas impositivas y de gasto estatal que entre nosotros han sido recurrentes.

El Manifiesto reclama la implementación del Acuerdo final con las Farc “en el horizonte estipulado, incluyendo las medidas para robustecer la participación política y lograr una reforma rural integral”. Como eso es lo que quedó escrito en la Constitución a despecho de muchos (hice parte de ese colectivo opositor) esa mención parece trivial. No lo es. Hay sectores de la opinión pública que creen que es deseable revertir esos compromisos, mientras que otros desean una implementación con grados mayores de celeridad. Los adherentes a ese pronunciamiento se plantan en el justo medio.

En materia ambiental algunos grupos radicales consideran que el saber tradicional tiene un peso mayor que el conocimiento científico y que la transición energética, que implica prescindir del uso de combustibles fósiles, tiene que ser implementada de inmediato sean cuales fueren los impactos económicos. El Manifiesto se mueve en la dirección opuesta, que es la que prohíja el Gobierno apoyado en una visión rigurosa y de largo plazo de las conveniencias nacionales.

Así mismo, el Manifiesto reclama la necesidad de acuerdos amplios –que, al parecer, hoy no existen– sobre la política exterior; lograrlos es recomendable para gestionar problemas tan graves como la crisis venezolana y las decisiones de la justicia internacional que se avecinan en relación con las demandas interpuestas por Nicaragua.