Solamente un ciego podría dejar de ver las conexiones existentes entre los tirano-mafiosos venezolanos y los actos de violencia y corrupción que atacan a Colombia. Detrás de cada carro-bomba y de cada asesinato de soldados y policías está la sombra de Maduro.
La historia nos enseña que las dictaduras no conocen fronteras. Como las metástasis del cáncer, se extienden, corrompen y destruyen todo a su paso. Hoy enfrentamos una realidad que una parte las dirigencias política y empresarial colombianas prefieren no mirar de frente: el régimen de Maduro no es simplemente un vecino incómodo, es el epicentro de una red criminal transnacional que amenaza la supervivencia misma de la democracia colombiana.
Durante más de dos décadas, desde los tiempos de Hugo Chávez, hemos sido testigos de la construcción sistemática del proyecto criminal más ambicioso de América Latina. Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino no son solo dictadores: son los arquitectos de un Estado mafioso que funciona como santuario, financiador y coordinador del terrorismo que azota a Colombia.
La dictadura venezolana ha perfeccionado lo que los historiadores del crimen organizado reconocen como el modelo de "Estado capturado total": un territorio convertido en refugio absoluto para todo tipo de organizaciones criminales, siempre y cuando su objetivo sea dañar a Colombia. Es una perversión geopolítica sin precedentes en nuestra región.
Cada vez que el Estado colombiano estuvo cerca de derrotar a las FARC o a las estructuras del narcotráfico, Venezuela se convirtió en su retaguardia de impunidad. No es casualidad. Es estrategia. Los criminales que han aterrorizado a nuestro país durante décadas encontraron en el territorio venezolano no solo refugio, sino logística, armamento, financiación y coordinación política.
El resultado es devastador: Colombia lleva tantos años en guerra precisamente porque sus enemigos internos siempre tuvieron un santuario externo. Sin esa retaguardia criminal, las FARC habrían sido derrotadas desde hace 20 años y el narcotráfico no habría alcanzado las dimensiones actuales.
Los recientes atentados terroristas en Cali y el derribamiento del helicóptero en Amalfi no son hechos aislados. Son mensajes cifrados en el lenguaje de la violencia mafiosa. Cuando Estados Unidos golpea al Cártel de los Soles, los criminales responden asesinando civiles y policías colombianos. Es la demostración más clara de que existe una coordinación criminal transnacional con sede en Caracas.
Resulta obsceno que mientras nuestros compatriotas mueren por estos ataques terroristas, sectores de la dirigencia política insistan en tratar a la dictadura venezolana como un "socio ideológico" y no como lo que realmente es: el enemigo número uno de la democracia y la seguridad colombianas.
La relación de Gustavo Petro con el régimen venezolano no comenzó ayer ni es meramente ideológica. Es una alianza que se remonta a los primeros años del chavismo, cuando Petro viajó a Caracas a jurar lealtad y buscar respaldo para su proyecto político. Desde entonces, esa relación ha sido permanente, profunda y, sobre todo, funcional a los intereses del crimen organizado.
Hoy, ya en el poder, Petro ha completado el círculo perfecto: mientras la dictadura venezolana alimenta el monstruo del crimen desde afuera, él lo protege y lo consiente desde adentro. La persecución sistemática contra las Fuerzas Armadas, el desmantelamiento de la capacidad operativa del Estado, y la protección política a las estructuras criminales, no son errores de gobierno. Son parte de una estrategia deliberada para entregar Colombia al crimen organizado.
La prueba más reciente y vergonzosa es su respaldo público a Maduro después del fraude electoral venezolano. Esa subordinación revela la dimensión real de una relación que va mucho más allá de la afinidad ideológica.
La presencia militar estadounidense en el Caribe no debe ser solo una respuesta a la crisis venezolana. También debe ser el reconocimiento de una realidad geopolítica que durante años fue negada: el régimen de Maduro constituye una amenaza directa a la seguridad hemisférica y, especialmente, a la supervivencia democrática de Colombia.
Que no vengan con cuentos los fariseos de la soberanía nacional, tipo Capriles. Soberanía de qué, o de quiénes. ¿De unos hampones que mantienen secuestrada a la sociedad, haciendo alarde de su inmisericordia para torturar y asesinar a ciudadanos pacíficos? ¿Para reprimir e irrespetar el liderazgo legítimo de los opositores demócratas, comenzando por María Corina?
Para Colombia, la caída de Maduro no es un asunto de política exterior. Es una cuestión de supervivencia nacional. Sin ese santuario criminal, se desarticula la retaguardia del narcotráfico, se corta el oxígeno a las disidencias armadas, y se rompe el eje de poder que Petro ha cultivado con Caracas.
Hay un riesgo que no podemos ignorar: con la dictadura venezolana en pie y con su aliado en el poder colombiano, las elecciones de 2026 enfrentan una amenaza existencial. El crimen organizado, empotrado en estructuras de poder, tiene todos los incentivos para intentar colapsar el proceso democrático.
La justicia histórica exige que actuemos ahora. No podemos permitir que una dictadura criminal y su red de complicidades destruyan 200 años de construcción democrática de Colombia. No podemos aceptar que nuestros hijos hereden un país convertido en territorio del crimen organizado.
La caída de Maduro es inminente y necesaria. Cuando llegue ese momento histórico, los colombianos debemos estar preparados para reconstruir nuestro país sobre bases democráticas sólidas, libres del cáncer criminal que durante décadas ha impedido nuestro desarrollo y ha costado miles de vidas inocentes.
La llegada legítima de María Corina Machado a la victoria de Venezuela no será solo el triunfo de la democracia venezolana. Será el primer paso hacia la liberación definitiva de Colombia de su más grande enemigo.
El momento de la verdad ha llegado. La historia nos juzgará por lo que hagamos o dejemos de hacer en esta hora decisiva para la democracia en nuestra región.