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Cultos pero ignorantes

Por Jorge Humberto Botero - 16 de Enero 2020

Es grave, y de común ocurrencia, la incapacidad de artistas y literatos para comprender la sociedad y concebir propuestas razonables para modificarla.

En alguno de aquellos días de exaltación callejera, y luego de no haber entendido lo que los manifestantes decían ante cámaras y micrófonos, opté por pararme a verlos pasar. No mejoró mi comprensión de ese fenómeno de espontánea movilización social. De los lemas que escuché tal vez el más resonante era el de Uribe, paraco, el pueblo está berraco. Las acusaciones contra el expresidente de vínculos con grupos armados ilegales de derecha refieren a episodios trágicos de la vida nacional que, en general, sucedieron antes de que los protestantes de hoy hubieran nacido. Esas acusaciones nunca hicieron mella en su popularidad; no es fácil entender porqué ahora sirven para aglutinar a las multitudes.

Tampoco comprendí el fenómeno de los cacerolazos. Alguna señora de buena posición social (atractiva ella) me contaba con emoción su experiencia de salir a su balcón, realizar un par de golpes, recibir, de repente, una respuesta, añadir un tercero y cuarto en la secuencia, y, ya al borde del éxtasis, escuchar la réplica de su interlocutor inicial y de otros vecinos. Con este relato justificaba la afirmación de que Colombia vive un sacudimiento telúrico. Para mí ese episodio apenas revela el sentimiento gregario del Homo Sapiens.

Ante esta frustración juzgué adecuado acudir a algunos gurús culturales. Leo en el editorial de la Revista Arcadia 169 que debemos “entender la motivación de de la protesta como un deseo de subvertir la tragedia, de cambiar el orden para apostarle a la vida”. No entendí, mucho, la verdad; sin embargo, me hice el propósito de indagar cuáles son esas apuestas implícitas por la muerte para combatirlas con energía. Un joven, que por su calvicie y barba blanca ya no lo es tanto, narra en su diario sobre esos días efervescentes que “Me prometo a mí mismo no estar más solo. Huir de los fantasmas del encierro. Preservarme del miedo. Rechazar la narrativa familiar del auto cuidado. Abrirme a la aventura”. Debemos alegrarnos de que, súbitamente, haya llegado a la adultez, así su catarsis nos deje en babia sobre los móviles de las protestas.

En esa misma edición leí a Carolina Sanín, que es talentosa y contestataria. Carolina dice que estamos presenciando el advenimiento del tiempo republicano, “en el cual se pasa de vida palpitante a vida palpitante. En él no hay que morir para vivir en otro: hay que tener contacto con ese otro. Es el tiempo del contagio. De la promiscuidad. Del eros”. Al margen de su curiosa noción de lo que es una república, lamento todo lo que me perdí por no salir a marchar.

En un texto que hace honor a su título –Pedir lo Imposible–, publicado en El Espectador, el gran novelista y poeta William Ospina elabora, con bellas palabras, una utopía de austeridad y fraternidad: “Cristo trajo al mundo una noticia inesperada, que todos somos hermanos porque tenemos un padre común. También trajo la propuesta de que no debemos acumular, sino sólo pedir el pan de cada día…”. Extraña forma de economía esta. El diario sustento no hay que producirlo –que es lo que dice el libro del Génesis–: Ganarás el pan con el sudor de tu frente. Basta con pedirlo a quien debe dárnoslo. Tampoco es necesario acumular, que es una manifestación de avaricia, exactamente lo contrario de lo que enseña la fábula de la cigarra y las hormigas. Aquella se la pasa el verano de jolgorio, mientras éstas acopian alimentos para el invierno. Las hormigas, como sabemos, sobreviven, no la cigarra.

Ospina pone de presente, además, todas las falencias del capitalismo: la globalización, la deforestación, la mala distribución del ingreso, el calentamiento global, la precariedad de ciertos trabajos, etc. Sólo que pasa por alto el progreso incesante de la humanidad, y escrupulosamente omite formular propuestas para la solución de los problemas que denuncia. Dirá que esa no es su responsabilidad. Lo suyo es la literatura.

Estos episodios parroquiales se insertan en un amplio rechazo a los valores de la racionalidad, el conocimiento científico, la verdad objetiva, el pensamiento lógico, el progreso económico, que son los pilares del movimiento de la Ilustración adoptados en el siglo XVIII. El Romanticismo, que vino después, se afinca en la primacía del yo; en la voluntad y no en el conocimiento de la realidad. Los sentimientos son de mayor jerarquía que los argumentos. Federico Nietzsche, uno de sus más ilustres exponentes, escribió: “Aún el hombre más razonable tiene necesidad de volver a la naturaleza, es decir, a su relación fundamental ilógica con todas las cosas”. Y esto otro: “Somos, por nuestro destino, seres ilógicos, y por lo mismo injustos, y, sin embargo, no podemos reconocerlo. Tal es una de las mayores y más irresolubles inarmonías del universo”.

Para concluir esta columna Thierry Ways me aporta una cita pertinente de John W. Gardner, un intelectual y político estadounidense del pasado siglo: “La sociedad que desprecia la excelencia en la plomería, porque es una actividad humilde, y tolera la chapuza en la filosofía, porque es una actividad elevada, no tendrá ni buena plomería ni buena filosofía. Tanto sus tubos como sus teorías estarán colmados de agujeros”. Creo que estoy comenzando a entender a mis paisanos marchistas y a los intelectuales que los interpretan.