El escenario político de Colombia sigue girando sobre el mismo eje de siempre: el del caudillo encumbrado que, más que candidato en campaña, parece sufrir un episodio del síndrome de Jerusalén; y los votantes, con síndrome de Estocolmo, aferrados a sus verdugos políticos, justificando sus abusos y errores con la esperanza de que esta vez sí llegue el milagro que nunca llega.
Al próximo presidente le pido que deje la épica del odio y la manía de dividir entre amigos y enemigos. Que entienda que Colombia no necesita otro apóstol ni otro mártir, sino un presidente sensato —aburridamente sensato—, que hable menos de ideología como dogma, cual pastor extremista de secta de barrio, y se enfoque en resultados. Que no use el poder como catéter de su ego, sino como instrumento de estabilidad, prosperidad y seguridad.
Este no es un pedido cualquiera. A estas alturas, con más de cien precandidatos presidenciales sonando para las elecciones de 2026 —que si la consulta del Pacto va o no va—, ya no se sabe si estamos eligiendo al sucesor del presidente Petro o lanzando un reality show nacional.
Hay de todo: mesías, libertarios con ínfulas de iluminados, socialistas de McDonald’s, copias de Milei compradas en Temu, los vintage de siempre —que se resisten a jubilarse del escenario político como si el país no pudiera vivir sin ellos— y hasta el que se disfraza de Batman.
Como advierte Imelda Rodríguez, el populismo no es una ideología, sino un estilo: el del líder que convierte la política en odio y el desacuerdo en traición. En el episodio más reciente, cuando Trump acusó a Petro de ser un líder del narcotráfico, quedó claro que son su espejo mutuo: hablan “en nombre del pueblo”, necesitan enemigos y dramatizan el poder. Por eso, uno promete desclasificar los archivos del DAS y el otro los del asesinato de JFK: gestos distintos con el mismo propósito, mantener viva la idea de que solo ellos pueden revelar la verdad que el sistema oculta, mientras se acusan mutuamente de cuanta tragedia ocurre.
Le pido también que entierre, de una vez por todas, la pelea fósil entre socialismo y capitalismo. No estamos en 1970. El país necesita crecer, invertir, innovar y proteger a su gente, no seguir peleando por etiquetas. Que hablemos de energía, sostenibilidad, minería, tecnología y educación; de cómo integrar al campesino al progreso; de derechos, pero también de deberes como ciudadanos; de trabajadores y empresas como ejes del crecimiento económico en una relación simbiótica; y de cómo dejar de ser un país de promesas aplazadas.
Y si no es mucho pedir, que nos devuelva algo que se nos ha ido volviendo raro: la serenidad. Esa sensación de que el futuro no tiene que ser una montaña rusa que descarrila cada cuatro años, sino un camino de construcción nacional, no de destrucción por parte de la secta de turno.
Porque después de cien precandidatos, promesas milagrosas y discursos de redención, uno solo quiere algo muy sencillo: que el próximo no nos prometa el cielo, sino que por fin le ayude al país a poner los pies en la tierra. Y que el país, en un acto de madurez, también se atreva a limitar el protagonismo y los poderes de quien llegue.


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