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Desempleo, informalidad, fiscalidad

Por - 28 de Febrero 2023

Como algún día se intentará una reforma laboral, convendría que discutiéramos con menos prejuicios y mayor ecuanimidad.

Pongámonos, al menos, de acuerdo en los datos fundamentales. El desempleo promedio nacional es, en la actualidad, superior al 10.5 % de la población económicamente activa, y viene aumentando a pesar del repunte del crecimiento económico. Igualmente, sabemos que la informalidad laboral supera el 50 % de los trabajadores ocupados. Ambas cifras son de enorme gravedad.

Nadie disputa, de otro lado, que el salario mínimo vigente en Colombia es alto comparado con el de otros muchos países de similar grado de desarrollo. Las cifras demuestran que en los países que cuentan con una productividad mayor de su mano de obra gozan de salarios reales más altos, que son producto del mercado, no de la intervención estatal. Esa constatación marca el rumbo que corresponde para mejorar la remuneración del trabajo nacional.

Sería un absurdo reducir los salarios para correlativamente incrementar las utilidades de los empleadores. La discusión es otra: cuál es la fórmula adecuada para modificarlos. Al margen de sus posturas ideológicas, a todos los partícipes en el debate les parecerá que mientras mayores sean los salarios, tanto mejor: la economía crecería jalonada por el consumo doméstico, que es el principal componente de la demanda interna. Y, por último, tal vez nadie propondría aumentar por decreto los salarios al margen de las consecuencias que hacerlo tendría sobre el empleo y el nivel general de precios. Las razones son claras:

Si el salario que el empleador está obligado a pagar excede el valor del aporte a la producción que el trabajador realiza, hará lo que pueda por despedirlo. Y si no puede eliminar esa mano de obra excedentaria, procurará transferir al mercado esos costos, desatándose así una depreciación monetaria que le quitará a los trabajadores lo que la mano visible del gobernante ansioso de popularidad quiso concederle. Esto es lo que ha ocurrido en Venezuela. Como su moneda colapsó, reina en ese paraíso socialista el capitalismo salvaje. El salario mínimo, que es una institución imprescindible, ha dejado de existir.

Es obvio, entonces, que no se pueden aumentar los salarios solo con fundamento en consideraciones de justicia social. ¿Qué criterios, entonces, deberían utilizarse?

El primero, que aquí siempre hemos tenido en cuenta, es la inflación transcurrida para evitar el deterioro de los salarios reales. El otro consiste en las ganancias en productividad, un elemento difícil de medir para la economía en su conjunto, que acaba siendo negociado (como si la longitud del metro fuera negociable) cada año entre gremios, sindicatos y Gobierno.

Ese ejercicio tiene elementos políticos que no se perciben con facilidad. Como la productividad suele ser mayor en las empresas grandes que en las pequeñas, cuando los incrementos anuales exceden la productividad media, son la gran mayoría de pequeñas empresas las que llevan del bulto: sencillamente esa carga, que las grandes pueden soportar, las avasalla.

Esta circunstancia no preocupa a algunos actores gremiales que cada año participan en las negociaciones del mínimo; a sus representados no les afecta. Tampoco a las centrales sindicales: sus afiliados laboran en las empresas grandes y el Estado; no representan a los desempleados.

De otro lado, al Gobierno –no me refiero al de Duque en concreto– le resulta sencillo presionar a los empresarios en la dirección que le convenga, que, de ordinario, es hacia arriba. Sabe que los desempleados no marchan ni votan. Tiene a mano dos herramientas poderosas para hacerlo: los beneficios tributarios, que son generosos, y los aranceles que, reduciéndolos, podrían aumentar la competencia externa. El resultado previsible de estos juegos de poder es una mayor concentración empresarial y precarios avances en formalización laboral.

Esta dinámica de la economía política subyacente explica que durante años el salario mínimo real haya crecido tanto. En algún momento este arreglo, que perjudica a los pobres de verdad, que son los que carecen de empleo formal, tendrá que finalizar.

Otro elemento de las ásperas disputas de estos días tiene que ver con el financiamiento de algunos programas sociales con gravámenes a la generación de empleo. De hecho, por cada cien pesos de salarios pagados, el empleador tiene que aportar otros cincuenta sin que ello le reporte ningún beneficio directo.

En muchos países este mecanismo anacrónico de proveer recursos para la agenda social se ha ido substituyendo por la tributación general. Los empresarios no pagarían menos que en la actualidad, pero lo harían por la vía fiscal; no por el hecho de generar empleo. Los efectos de una estrategia de esta índole serían muy positivos en términos de empleo formal. El Gobierno pasado inicio un movimiento en esta dirección con resultados muy positivos. ¿Por qué no continuarlo?

En sus primeras reacciones, el Gobierno no se percató de que una cosa es discutir las fuentes financieras de los programas sociales, y otra muy distinta evaluar el mérito de algunos de ellos, específicamente los que adelantan las cajas de compensación familiar. Cerrar filas a ciegas en torno a ellas no tiene sentido.

Convendría estudiar a fondo la relación entre costos y beneficios de las actividades que desempeñan, a sabiendas de que parte de los ingresos que reciben deben ser transferidos a otras entidades y para otros programas, los cuales sería preciso también someter a escrutinio.

Hemos comenzado mal los debates de este año. Las manifestaciones callejeras aportan sentimientos, no razones. Los que tenemos la obligación de aportarlas tenemos que hacerlo mejor.