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Juan y Pablo

Por - 05 de Mayo 2014

Con la llegada al papado de Angelo Roncalli la Iglesia recuperó su esplendor misional. Se estremeció la curia vaticana que no esperaba el timonazo de Juan XXIII, a quien se había elegido para una etapa transicional.

Con la llegada al papado de Angelo Roncalli la Iglesia recuperó su esplendor misional. Se estremeció la curia vaticana que no esperaba el timonazo de Juan XXIII, a quien se había elegido para una etapa transicional. La Constitución Pontificia, Gaudium et spes, recogió el espíritu que debía guiar la Iglesia en el mundo, basado en la dignidad del ser humano, cumpliendo el mandato de Cristo: Fundador y Maestro.

Se abrieron las puertas a la participación del laicado en temas como el desarrollo económico y social. Fue el momento de filósofos como Maritain, quien llamó a la política a comprometerse en el barro del diario acontecer. Su pensamiento, sobre el  humanismo heroico, fue citado por Pablo VI en la encíclica “Populorum Progressio” (1987) y lo sintetizó cuando dijo en la ONU: “El Desarrollo es el nuevo nombre de la paz”. Luego, se incorporó a la Doctrina Social de la Iglesia y lo ratificó Juan Pablo II en la encíclica “Sollicitudo Rei Socialis”. Asimismo,  sus libros eran texto de consulta de un nuevo catolicismo, inmerso en la solución de los problemas del hombre. Se dejó atrás, y para siempre, la imagen del cristiano que atravesaba el campo de batalla con una flor en la mano.

Fue también el momento de los grandes doctrinantes, como Pierre Bigó, quien fundó en Chile (1966) el Instituto de Doctrina y Estudios Sociales, para jóvenes líderes del continente y donde fui condiscípulo de Pedro Rubiano. Ese Instituto, Desal y la revista Mensaje, constituyeron el escenario desde el cual Roger Vekemans desarrolló la teoría de la marginalidad, la primera gran propuesta de la Iglesia para América Latina. Vekemans, un dialéctico admirable, fue el gran contendor de la Teología de la Liberación y de los sofismas de la sociología de la escuela de Lovaina.

Todos los pontificados son trascendentales, me dijo en Sotto il Monte, Monseñor Loris Capovilla, cuando comparábamos la extensión de los períodos de Juan XXIII y Juan Pablo II. Allí, en la provincia de Bérgamo, se aspira el aire bondadoso y humilde de “El Papa Bueno”, quien ascendió a los altares de la mano de Francisco, el primer latinoamericano en la Diócesis de Roma, quien es prueba en sí mismo del “aggiornamento” y de la búsqueda de los pobres, camino que señaló e impuso en el Concilio Vaticano Juan XXIII, el gran papa moderno del Siglo XX. Ese es el milagro que le hizo al dolor humano representado en la cruz del Hijo del Hombre.

Juan y Pablo, dos evangelistas inspirados e inspiradores, evocados en sus nombres por el caminante del Vistula, por Wujek, el sacerdote de la Polonia libre, por el “santo súbito”, que derrotó al totalitarismo marxista cuando exclamó en la plaza de Varsovia: “Cristo no puede ser excluido de la historia de la humanidad en ninguna parte del globo, en ninguna latitud o longitud de la tierra. Excluir a Cristo de la historia humana es un pecado contra la humanidad”.