"Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, bajaré tranquilo al sepulcro", dijo Bolívar en su última proclama… Dos siglos después, en Colombia seguimos enterrando hijos de este país en nombre de banderas que nos dividen, por violencia por una camiseta de fútbol, por poder, por cocaína, por no dar una limosna, por cualquier motivo.
El mismo día que se realizaron las honras fúnebres del senador Miguel Uribe Turbay, también se conmemoraban 26 años del magnicidio de Jaime Garzón. Una triste coincidencia y una tragedia de una nación que, año tras año, se reúne en las “fiestas patrias” a repetir las mismas frases vacías e insulsas del mito fundacional de esta república bananera.
La historia de Colombia es una sucesión casi ininterrumpida de guerras: la independencia, que no trajo libertad, sino una esclavitud a una cadena de guerras civiles y violencias que se reciclan: la de los Supremos (1839-1845), la guerra civil de 1860 a 1862, la guerra de 1876 a 1877, la de 1884 a 1885, y la de los Mil Días, que dejó un país exhausto y mutilado con la pérdida de Panamá. Apenas hubo tiempo para enterrar a los muertos antes de que comenzara otra violencia: la de los años treinta y cuarenta, que estalló en su máxima expresión con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948.
Lo que vino después fue una cadena de odios y venganzas: una guerra bipartidista que, en nombre de azules y rojos, llenó campos y ríos de cadáveres; el surgimiento de guerrillas que, con el paso del tiempo, camuflaron las consignas detrás del negocio de la coca; la aparición de grupos paramilitares que respondieron con más sangre; y un Estado que, en muchas ocasiones, también fue actor, en vez de pacificador.
Cada intento de paz ha sido apenas una pausa: el Frente Nacional no apagó la violencia rural; la Constitución de 1991 no detuvo el conflicto con las FARC y el ELN; la desmovilización paramilitar dejó las semillas de las bandas criminales; y el acuerdo de 2016 volvió a tropezar con la realidad de un país que no sabe cerrar heridas, sino abrir unas nuevas.
En este territorio, la “horrible noche” no cesó: cambió de uniforme, de discurso, de enemigo. Bolívar, figura más turbia de lo que reconocen los libros de historia de primaria, decretó en Trujillo una “guerra a muerte” (1813) contra los españoles y canarios, que a su vez eran parte de ese mismo pueblo, de esa carne criolla, indígena, africana y blanca que habitaba en la Nueva Granada y que pagó por esos años con su vida, como en la triste Navidad de 1822 en Pasto.
Tal vez esa guerra nunca terminó; solo cambió el letrero.
No quiero usar frases de cajón como “dolor de patria”. Lo que quiero significar con este escrito es que, seguramente, Bolívar sigue sin bajar tranquilo al sepulcro, y generaciones de colombianos se siguen perdiendo en las ciudades y en los campos por un pueblo y unos líderes sin brújula, pero con fuerza bruta para eliminar al vecino.
Como dijo el profesor Carl Langebaek en Conquistadores e indios (2023): “la historia se repetirá ante nuestros ojos como farsa, pero, sobre todo, como una tragedia más grande aún”.
Este escrito está dedicado a la familia del senador Uribe Turbay, también a las 9,6 millones de víctimas que reconoce la Ley 1448 de 2011 y a las incontables más que, a lo largo de nuestra historia republicana y virreinal, han pagado con su vida, su integridad y sus seres queridos por una sociedad que, a diferencia del tiempo, no avanza: se inmola.