default

¿Un nuevo acuerdo de paz?

Por Eduardo Mackenzie - 15 de Noviembre 2016

Finalmente, con la precipitación acostumbrada, el Gobierno de Juan Manuel Santos puso hoy en línea un documento de 310 páginas que contiene el nuevo acuerdo “definitivo” con las Farc.

Finalmente, con la precipitación acostumbrada, el Gobierno de Juan Manuel Santos puso hoy en línea un documento de 310 páginas que contiene el nuevo acuerdo “definitivo” con las Farc.   No es difícil ver que ese largo y árido texto es el pacto anterior, de 297 páginas, rechazado por los electores en el plebiscito del 2 de octubre de 2016, con unas adiciones insignificantes.El nuevo documento conserva la estructura del anterior e incluye la casi totalidad de los temas, puntos y sub puntos, que fueron rechazados por los colombianos.

Sin embargo, 2 días antes, el presidente Santos trató de hacerle creer a la opinión colombiana e internacional, que él y la jefatura de las Farc en Cuba habían dado un paso hacia adelante y llegado a un “nuevo” acuerdo en el que habían incorporado los puntos de vista de la oposición y de quienes ganaron el plebiscito.   Nada de eso es cierto. Los puntos esenciales que impulsan los adversarios del primer acuerdo Santos-Farc no fueron aceptados, salvo ciertos temas menores.    El documento de este 14 de noviembre es, en realidad, el viejo acuerdo al que le han incrustado unos limitados remiendos que no cambian ni el carácter ni la estructura del nefasto primer acuerdo.   El segundo “acuerdo” sigue descansando sobre una base inaceptable: el principio de la impunidad para los jefes de las Farc, autores de crímenes de guerra y de lesa humanidad.  Esas violencias, cometidas a lo largo de 50 o más años de actividad narco-subversiva, pretenden quedar sin castigo.  Las críticas de las mayorías nacionales a esa monstruosa impunidad es lo que Álvaro Leyva Duran, un agente de influencia de las fuerzas extremistas, llama “necedades”.   Ningún cambio fundamental ha sido, pues, aportado.  No hay nada que permita decir que el “gran acuerdo nacional” que propuso a Santos el uribismo y otros dirigentes patrocinadores del NO, como solución a la positiva situación creada por el plebiscito, haya sido alcanzado gracias al nuevo texto.   El principal negociador del Gobierno, Humberto de la Calle, dio a entender que habían sido conservadas las disposiciones que permiten a los autores de delitos atroces evitar la cárcel. “Las características y mecanismos de restricción de la libertad se especificaron de manera concreta”, admitió.   La participación política de las Farc también se mantiene sin cambios. Los guerrilleros podrían elegir y ser elegidos en toda suerte de elecciones en Colombia.  Incluso les mantienen las cinco curules en el Senado y las cinco curules en la Cámara de Representantes que el acuerdo rechazado traía. El nuevo texto dice que “se garantizará un mínimo de 5 curules” en cada cámara. Para ocultar que esos “elegidos” llegarían allí por vías irregulares, agregaron una frase: “incluidas las obtenidas de conformidad con las reglas ordinarias”. ¿Pero cuáles son esas “reglas ordinarias”?   A eso se suma otro detalle: las Farc podrán tener, tan pronto firmen el acuerdo, 3 “observadores” en el Senado y tres en la Cámara de Representantes. Esos individuos podrán participar en todos los debates de los proyectos “de reforma constitucional o legal”, aunque no tendrán voto.  La cuestión de la entrega de las armas sigue en el limbo.   La llamada “jurisdicción especial para la paz” y su “unidad especial de investigación” seguirán teniendo poderes represivos excesivos que vulneran los derechos de defensa y otras garantías constitucionales.   El capítulo sobre la “reforma rural integral” soslaya la inversión privada (palabra que no aparece en ninguna parte). Como en la versión anterior, ese capítulo le permitiría a las Farc apoderarse de inmensos territorios agrícolas y rurales por la vía del activismo y movilización de grupos aleatorios y bajo control de estas.   El acuerdo prevé tales acciones bajo la excusa de la “participación comunitaria” destinada a instaurar mecanismos de control social y territorial, durante la llamada fase de post conflicto.  El texto completo merece una relectura cuidadosa. Por lo pronto, hay que registrar otra concesión irrisoria: las Farc se comprometen a realizar “un inventario de sus bienes y activos” en el contexto de la “compensación a las víctimas”. Pero realizar un inventario es una cosa y otra es repartir todos los bienes de ese inventario entre las víctimas. Y eso no está claro en el “nuevo” texto.   El jefe de la delegación de las Farc,Iván Márquez, admitió, por su parte, que el nuevo pacto “conserva la estructura y el espíritu” del anterior y amenazó al decir que ese nuevo acuerdo “debe aplicarse si quieren que la paz se mantenga en el país”.   La aplicación del nuevo convenio cubano es imposible por ahora. La firma de las Farc y de Santos no convierte ese texto en ley irrefutable. Los colombianos deben tener acceso real al documento de 310 páginas, tener el tiempo para estudiarlo y debatirlo serenamente. Deben pronunciarse sobre eso mediante el voto popular. Hasta que el veredicto ciudadano no exista, el “nuevo acuerdo” no es más que un borrador sin valor político y sin valor legal. Empero, Santos da a entender que no programará un nuevo plebiscito y que prefiere que el Congreso en “un acto” le apruebe su nuevo plan.   La historia de este intento de llegar cuanto antes a una “firma de la paz” que favorezca a las Farc y sin que los colombianos se pronuncien, tiene otro capítulo sombrío. En vista de las debilidades y vacíos del “nuevo acuerdo”, Santos trató de obtener el aval del expresidente Álvaro Uribe. Lo invitó a una reunión “urgente”, en el aeropuerto de Rionegro, el viernes pasado. Acompañado del ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, Santos le dijo que ya tenía el “acuerdo definitivo” con las Farc. Empero, no le entregó, ni le mostró al senador Uribe documento alguno, según nuestras fuentes. Reiteró, en cambio, que el nuevo texto era mejor que el anterior y recogía muchos puntos impulsados por la oposición.  Uribe no cayó en la trampa. Se negó a discutir en esas circunstancias y propuso que los “textos que anuncian de La Habana” sean dados a conocer a todos los miembros del Centro Democrático y a las víctimas de las Farc para que lo analicen en detalle. Uribe recusó el término de “definitivo” y repuso que antes de la refrendación popular ese acuerdo no podría ser aplicado.   Mientras eso ocurría, la prensa pro Santos difundía artículos para elogiar el nuevo pacto. ¿Sobre qué bases?  Sobre nada pues el texto no había sido confeccionado.  En lugar de hacer un trabajo periodístico, esas publicaciones, sin verificar, tomaron las palabras de Santos como la verdad revelada.    Enseguida, las agencias de prensa internacionales repitieron como loros las loas de unos y otros. Y hasta Federica Mogherini, vicepresidenta de la Comisión Europea, se sumó al grupo adulador.   El revuelo creado por la revelación del “acuerdo definitivo de paz” eclipsó el escándalo que comenzaba a expandirse contra Santos días antes cuando el director del CTI de la Fiscalía, Julián Quintana, declaró bajo juramento ante la Corte Suprema de Justicia que el Gobierno, empleando un servicio de inteligencia oficial, había infiltrado, en 2014, 2 provocadores dentro de la campaña de Oscar Iván Zuluaga, candidato del CD. Según la intriga, éstos iban a penetrar los computadores de los que negociaban la paz en La Habana. El desconcierto así creado y la detención de un “hacker” (al otro, Rafael Revert, lo dejaron huir a España), se tradujo en el fracaso de Zuluaga y en la reelección de Santos. ¿Lo del prematuro anuncio de un acuerdo de paz buscaba distraer la atención acerca de lo que la blogesfera califica como un “hackergate”?  Algunas personas piden la destitución de Santos por eso.   En todo caso, el mandatario colombiano está corriendo y cometiendo errores pues quiere llegar a Oslo a recibir el premio Nobel, el 10 de diciembre, con un plan de paz vigente y no con un plan de paz rechazado por su propio país. Y tiene otro motivo de afán. El fin del apoyo de Barack Obama, en enero, y la llegada de Donald Trump, con una política exterior bien diferente a la de Obama, podría obligar a Bogotá a buscar un acuerdo de paz que  no ponga en peligro el sistema democrático colombiano.     La oposición se dispone a examinar con desconfianza el nuevo engendro de 310 páginas y, si es necesario, a levantar de nuevo sus escudos para proteger a Colombia de una desestabilización en regla.   @eduardomackenz1