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Conversaciones pendientes

Por - 19 de Julio 2020

No se puede frenar la recuperación, antes de que comience, con más impuestos; tampoco ignorar que es necesaria una revisión completa de las finanzas públicas.

La incertidumbre relativa al fin de la pandemia es elevada; se dice que podríamos arribar a la cúspide de los contagios en septiembre y que de allí en adelante empezaría a ceder. Ojalá. Como no sabemos la duración del confinamiento y puede haber rebrotes, los impactos económicos y fiscales son todavía materia de especulación.

El Marco Fiscal de Mediano Plazo, que recién se ha revelado, anticipa una contracción económica del 5.5 % del PIB para este año, la mayor registrada en nuestra historia, y un déficit fiscal del 8,2 % derivado del incremento del gasto público necesario para afrontar la crisis.

A estas cifras habría que añadir la brutal pérdida de empleos: más de 5 millones en el año terminado en mayo. Aunque el Gobierno reconoce la magnitud de los riesgos, vaticina un rápido retorno a la normalidad: los gastos sociales extraordinarios se reducirían hasta los niveles previos a la pandemia, no obstante, aún sin ellos como motores de la demanda, la economía el año entrante tendría un extraordinario repunte del 6.6 %.

Este pronóstico parte del supuesto de que Los fundamentales macroeconómicos que determinaron el crecimiento de 2019 y los primeros meses de 2020 no se deberían ver afectados por la pandemia, y deberían seguir impulsando el crecimiento en 2021. Sería como si hubiéramos decidido darnos unas vacaciones colectivas de varios meses y, al regresar, trabajadores, proveedores y consumidores estuvieran allí, listos a cumplir sus funciones.

Nada más parecido a aquel célebre microcuento de Augusto Monterroso que copio en su integridad: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. El Fondo Monetario es menos optimista: considera que se requieren al menos dos años para que la economía mundial regrese al nivel de 2019.

Bajo este escenario, el gobierno sin embargo reconoce la necesidad de un aumento de los ingresos fiscales, principalmente tributarios. Este es un lenguaje más bien hermético, que en rigor, nada define. Por eso es necesario que el gobierno diga, con claridad, por dónde van los tiros.

Examinemos opciones para incrementar los recursos disponibles. La reducción del gasto superfluo es una propuesta que genera amplio consenso a condición de que se mantenga en un plano abstracto. ¿Sirven para algo las asambleas y contralorías departamentales? ¿o las Corporaciones autónomas regionales? ¿no existe una duplicación parcial de funciones entre la Procuraduría y la Fiscalía, y entre aquella y las personerías municipales? son apenas algunas de las muchas preguntas que cabe formular. Es posible que el único consenso posible en este campo sea controlar los gastos por concepto de celulares y papelería.

Un Estado moderno no necesita realizar actividades empresariales. Las fallas de mercado, o las limitaciones en la competencia, se pueden afrontar con regulación y supervisión de calidad. Supongamos que ese enunciado general suscita respaldo y que cabe, al menos, imaginar una estrategia de venta de empresas públicas. Quien proponga comenzar con Ecopetrol y sus filiales que son, como se dice, la joya de la corona, lo relegarán a las tinieblas exteriores, no importa que advierta que la explotación de hidrocarburos es una actividad de alta volatilidad en sus rendimientos, amenazada, además, por el cambio tecnológico.

Los argumentos de soberanía nacional que, por su contenido emocional, son difíciles de contrarrestar, hacen poco probable avanzar en esa dirección. El gobierno tiene un banco de primer piso, dos de redescuento, un fondo de garantías y varias aseguradoras y fiduciarias; el conjunto de estas instituciones tiene una participación marginal en los sistemas financiero u asegurador. No obstante, es complicado meterse allí con la podadora. Se dirá que ellas fortalecen tanto la competencia como la innovación y que resuelven fallas de mercado, afirmaciones estas muy dudosas. Lo único importante que queda es ISA, una entidad que, en esencia, se dedica a la transmisión de energía. Puede que la resistencia a venderla sea menos aguerrida. Puede…

Antes de hablar de reforma tributaria, es evidente que la aplicación estricta y rigurosa de la factura electrónica, que ya se ordenó, mucho ayudaría a combatir la evasión. Para ese mismo objetivo es indispensable un control más severo de las sociedades que transfieren sus utilidades a otras, y estas, a veces, a otras. Hay razones para creer que, por esa tronera, se esfuman cuantiosas rentas que deberían tributar.

Por descarte llegamos, entonces, a una reforma tributaria. Gravar con el IVA los bienes que integran la canasta familiar, garantizando su devolución a los pobres, como ya se está haciendo, es la mejor manera de aumentar la carga tributaria de los sectores pudientes. Lamentablemente, esa medida ha sido rechazada varias veces por el Congreso.

Otra discusión importante versaría sobre las metas de recaudo. Una cosa es acceder a los recursos necesarios para pagar las deudas adquiridas durante la crisis; otra los requeridos para financiar una renta universal básica permanente como algunos lo piden; y otra muy diferente si pensáramos en que, para acabar con la informalidad laboral, hay que desmontar todos -todos, digo- los gravámenes a la generación de empleo, sustituyendolos por impuestos generales. Como parece razonable que esa eventual reforma se presente el año entrante, convendría comenzar a discutir pronto sus contenidos y alcances: vísteme despacio que estoy de afán.

Dos conclusiones: se nos han abierto varias conversaciones de singular complejidad; llegar a acuerdos sobre ellas implica un esfuerzo político enorme.