En Cien años de soledad, Gabriel García Márquez reservó su última y más profunda advertencia para el momento en que la historia de los Buendía tocaba fondo: el nacimiento del hijo de Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula. Aquel niño vino al mundo con cola de cerdo. No era una simple anécdota grotesca: era la señal de que toda una estirpe había llegado a su punto de no retorno. La marca visible de que su maldición no era un accidente, sino el resultado de su origen.
Aquel niño no se malogró con el tiempo. Fue mal concebido desde el principio.
Y eso es exactamente lo que ha pasado con el gobierno de Gustavo Petro: no es un proyecto que se torció en el camino. Es un poder que nació torcido. Nació con cola de cerdo.
No fue el paso de los meses lo que desfiguró la promesa del “cambio”. Fue su fundación, pactada entre sombras, sostenida por traiciones y parida en el incesto entre la revolución usurpada y la maquinaria podrida.
Cuando Petro optó por el acto incestuoso con Armando Benedetti y compañía, no estaba tomando una decisión táctica. Estaba firmando el certificado de nacimiento de un gobierno degenerado. Cuando rubricó el Pacto de la Picota con criminales presos a cambio de votos, no estaba jugando ajedrez político. Estaba engendrando su mandato sobre la promesa de una impunidad que bautizó Paz Total.
El 1° de mayo, lo hemos visto en carne viva, en la manifestación más corrupta de la historia de Colombia.
Miles de millones de pesos del erario fueron usados para pagar marchas. Para trasladar milicianos indígenas y sindicalistas pagados, no para conmemorar el Día del Trabajo sino para aplaudir al dictadorzuelo. Un desfile corrupto con aroma de violencia disfrazada de democracia. Una marcha comprada, una movilización clientelista, intimidante, antidemocrática, dirigida desde la Casa de Nariño con el descaro de quien cree que el Estado es su dosis personal.
Desde la tarima, el presidente volvió a hablar como agitador y no como jefe de Estado. Amenazó con una consulta popular miliciana, con el único objetivo de pasar por encima del Congreso, del orden institucional y de los millones de colombianos que no creemos en su camino. Insinuó el uso del pueblo como masa de presión, no como ciudadanía deliberante.
¿Qué clase de democracia se construye amenazando a quienes no piensan igual? ¿Qué clase de revolución necesita comprar cada paso con contratos, buses y chantajes?
Hoy Petro habla de consulta popular, pero lo hace con la voz de quien no busca escuchar al pueblo sino amedrentarlo. Lo hace desde una tarima costeada con dineros públicos y rodeado de cómplices, no de ciudadanos libres.
Petro no es Aureliano Buendía, el coronel que perdió veinte guerras sin ganar una sola. Es Aureliano Babilonia, el último de la estirpe, el que cree que está descifrando un destino cuando en realidad solo está leyendo el final inevitable de su propia condena.
Pero nosotros sí hemos leído los pergaminos. Sabemos que cuando un proyecto político nace con cola de cerdo, no puede redimirse, solo puede colapsar. Y no vamos a permitir que ese colapso arrastre a la nación.
Hay un país que se está poniendo de pie. Un país que no marcha por una bolsa de comida, ni por miedo a perder el puesto, ni arriado por milicias, por ejércitos privados del crimen organizado empotrado en el gobierno. Un país que no necesita buses ni pagos. Un país que se levanta en dignidad.
Porque Colombia nunca más estará condenada a cien años de soledad.