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columna

Enrique Gómez Hurtado

por: José Félix Lafaurie Rivera- 31 de Diciembre 1969

“…un personaje propio del renacimiento. Ecuménico en sus conocimientos y en sus propósitos, de mirada larga, de conocedor y hacedor de historia. Es por eso que sus conceptos y señalamientos siguen teniendo plena vigencia…”.

Estas palabras las escribió, en 2005, Enrique Gómez en el aniversario del magnicidio de su hermano Álvaro, pero bien las habría podido escribir Álvaro refiriéndose a su hermano Enrique.

Es difícil hacer grandes diferencias entre dos hermanos que nacieron con las turbulencias del siglo XX, en el descanso entre las dos guerras, que bebieron temprano del ambiente cultural europeo y del de su familia, herederos de la brillantez y la verticalidad de Laureano Gómez, pero también de sus estigmas; del político conservador más relevante del siglo XX, del fundador de El Siglo y firmante del Pacto de Sitges con Alberto Lleras, pero también de quien la acomodaticia narrativa de los sectores liberales y de izquierda ha querido endilgarle todas las responsabilidades de “La Violencia”; del genio que era y del monstruo que le inventaron.

Álvaro, con mayor protagonismo político; Enrique, más reservado pero no menos combativo en la defensa de sus convicciones. Álvaro, más “abierto” si se quiere; Enrique, siempre discreto en el hablar, en el trato, pero ambos impecables en “el ser”; lo que hoy llamarían un “caballero” a carta cabal, un calificativo que se está convirtiendo en rareza, en especie en extinción, y que era una impronta de Enrique Gómez; como una marca de familia.

Ambos, Álvaro y Enrique, transitaron por la política defendiendo las ideas conservadoras en las que se fraguó nuestra nacionalidad, las mismas que hoy se tildan de “reaccionarias”, anticuadas y hasta fascistas, porque ahora defender la vida y la familia es anticuado; promover la seguridad, el orden y la disciplina social que hacen tanta falta, ha pasado a ser sospechosa actitud de una extrema derecha peligrosa; porque hoy la religiosidad manifiesta y coherente resulta vergonzante, al civismo se opone la viveza y a la honorabilidad –otra palabra en desuso– el “todo vale”.

Ambos, Álvaro y Enrique, asumieron la tradición familiar del periodismo a través de El Siglo, que desempeñaron con la profundidad y altura que eran muy suyas; y ambos también, entregaron con generosidad a las nuevas generaciones, desde la cátedra universitaria, todo su acervo de cultura y conocimientos. Yo, sin haber sido su alumno, recibí de Enrique un legado de valores y enseñanzas que han guiado buena parte de mis motivaciones.

Acaba de morir Enrique, y todavía no salgo de la impresión de haber estado con él horas antes de su último suspiro; de haber compartido sus últimos balbuceos y hasta de habernos tomado una foto que conservaré con discreción y respeto por su memoria.

Como expresé en las redes, miles de recuerdos de Enrique Gómez Hurtado me atropellan en su partida. Él y María Ángela fueron compañeros inseparables de mis padres. Con él tejió mi padre una entrañable amistad y fue su compañero de largas tertulias, unidos por la política y la vasta cultura que ambos cultivaron. Y claro, por dos españolas que les alegraron la vida.

En sus últimos años, como su familia, Enrique ocupó sus energías en el empeño de no dejar en la impunidad el asesinato de su hermano. A quienes estuvimos cerca de ese drama familiar nos queda la nostalgia, o mejor, la indignación, de que el país todavía no sepa o no quiera saber ¿Por qué lo mataron?, como tituló su último libro. Bien sabía Enrique por qué lo hicieron, y ya lo estará conversando con su hermano del alma. Paz en su tumba.