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columna

La intimidad de un drogadicto no puede convertirse en razón de Estado

por: Carlos Alonso Lucio- 31 de Diciembre 1969


¿Quién, con dos dedos de frente, matricularía a sus hijos en un colegio cuyo rector y sus profesores sean personas adictas a las drogas? ¿Quién pondría al frente de su empresa a una persona que permanece sometida a las alteraciones que ocasionan las drogas? ¿Quién de nosotros dejaría su casa, tan siquiera un fin se semana de paseo, en manos de un drogadicto?

Por eso resulta tan inconcebible la doble moral de aquellos que han salido esta semana, dándoselas de ultra modernos, tolerantes y compasivos, a defender a Petro por cuenta del sonsonete de que si consume drogas es cosa suya y de su privacidad. Inconcebible ver a congresistas y periodistas y ex ministros y hasta candidatos presidenciales haciendo gala de tanta insensatez.

Sí: doble moral, puro fariseísmo. Porque es inadmisible que pretendan que los colombianos admitamos que hagan con nuestro país lo que ellos jamás permitirían con sus hijos, con su dinero o con sus propios hogares.

Hay cosas que, en un país serio, ni siquiera llegarían a ser objeto de debate. Pero en Colombia, donde la corrupción moral han llegado a disfrazarla de modernidad, es necesario decir lo obvio: un presidente drogadicto no es un asunto de la vida privada. Todo lo contrario: es un asunto público por naturaleza.

Hay quienes pretenden amparar la adicción presidencial bajo el abrigo del derecho a la intimidad. Argumentan que el consumo de drogas es una opción personal y que exigir explicaciones sería una intromisión de la sociedad en los rincones íntimos del jefe de Estado. Lo dicen con una solemnidad hipócrita. La hipocresía de quienes no aceptarían que alguien hiciera con lo suyo lo que pretenden que le aceptemos a Petro que haga con lo nuestro.

Tienen que aceptar que gobernar no es un derecho privado, tienen que aceptar que es un mandato público. Tan elemental como que el presidente no se representa a sí mismo sino que representa la unidad del Estado, la estabilidad de las instituciones y la confianza de los millones de habitantes que reposan en las reglas constitucionales.

Esta semana, todos fuimos testigos de aquello que el fariseísmo prefiere ignorar: en un evidente estado de alteración, Gustavo Petro insultó con la peor grosería al presidente del Congreso al tiempo que Armando Benedetti y Gustavo Bolívar, muertos de la risa, hacían el papel de los bufones decadentes de la cortezuela.

El país entero asiste, día tras día, al deterioro vertiginoso del estado moral y de la salud mental de quien ejerce como jefe de Estado. Ese es el tamaño del problema. Se refleja en sus trinos delirantes y en sus alocuciones públicas repugnantes.

No es sólo la dignidad de un hombre lo que se erosiona, es la dignidad toda la nación.

Para mayor vergüenza, el hecho de que Gustavo Petro haya aparecido como drogadicto en las primeras planas de la prensa internacional, lo deja impedido moral y políticamente para hablar sobre el tema de las drogas ante la comunidad de naciones.

¿Qué autoridad moral puede tener quien aparece como víctima pública del problema que dice querer reformar?

El mundo ya lo vio y Colombia no puede seguir haciéndose la ciega.

Relativizar esta denuncia de su propio ex canciller es abrir las puertas a la decadencia de toda noción de responsabilidad pública. Si llegamos a aceptar que nos debe parecer irrelevante que quien toma decisiones de guerra o paz, de vida o muerte, de crisis o estabilidad, viva con la cabeza intoxicada, entonces la democracia misma es la que está intoxicada.

No podemos admitirle al fariseísmo que el sentido moral debe desaparecer de la consideración pública. Por el contrario, se trata de defender el bien común, de recordar que la ética pública no es un accesorio decorativo sino el cimiento que sostiene el edificio de la vida social.

Sin valor personal no hay autoridad legítima.

Colombia no puede normalizar lo inaceptable. No podemos resignarnos a ver cómo se desmorona la confianza en nuestras instituciones bajo el cinismo de los que dicen que todo da igual.

La intimidad es sagrada cuando no pone en riesgo a los demás. Luego la intimidad de un drogadicto en la Casa de Nariño no es ninguna intimidad sino un inmenso un problema nacional.

La dignidad de Colombia siempre valdrá más que los silencios cómplices de quienes confunden compasión con complicidad, corrupción con modernidad y democracia con fariseísmo.