Ariel Fernando Galvis

Nadando en el mismo charco

Por Ariel Fernando Galvis - 25 de Agosto 2025


Investigaciones, hallazgos, irregularidades, procesos, sanciones, compra de votos, narcotráfico, corrupción, relaciones indebidas… Son un común denominador cuando leemos noticias sobre nuestra clase dirigente. Cada vez que abrimos un periódico aparece un escándalo nuevo. Y no es un tema de izquierdas o de derechas; es un asunto de la clase de personajes que hemos puesto allí, en el poder.

En los corrillos del país, cada vez que hablamos de política, salen a la luz historias de actuaciones inmorales de nuestros dirigentes, desde el concejal hasta el presidente. Historias de cómo llegaron a la posición que hoy ostentan, de qué se robaron, de quién los apadrina en la sombra, o de que en realidad el que manda es otro. Y nos hemos acostumbrado a esto. Pareciera que aceptamos o nos resignamos a que nuestros gobernantes estén salpicados por vínculos con corrupción, narcotráfico o negocios oscuros. Y no me refiero solo a investigaciones en curso o casos documentados. No. Me refiero a la sospecha que flota en el aire, conocida entre los vecinos, comentada en los cafés y aceptada por nosotros como si no tuviera importancia.

¿Cuándo dejamos de exigir un mínimo de autoridad moral? ¿Cuándo dimos por sentado que quien aspira a gobernar puede arrastrar sombras y aun así caminar por la política sin que eso nos incomode? ¿En qué momento el decoro pasó a ser una molestia?

Nos acostumbramos a ver cómo estos personajes burlan la justicia. Mueven sus influencias, presionan, compran y, en últimas, su ejército de abogados despliega toda clase de triquiñuelas para dilatar procesos, torcer decisiones judiciales o simplemente enterrarlas en el olvido. Mientras tanto, nosotros ni nos enteramos y si lo hacemos, solo podemos observar impotentes, resignarnos a que la ley es un obstáculo que se puede saltar si se tiene poder y dinero –“la justicia es para los de ruana”, dice un adagio popular–. Los medios de comunicación pasan la página y el pueblo olvida.

Este es un círculo vicioso: mientras sigamos votando por quienes llevan detrás denuncias, relaciones cuestionables o sospechas sin resolver, validamos ese modelo. Si no cambiamos la forma de elegir, si no apoyamos desde la base a personas transparentes, de buenos principios; si no exigimos verdad, sanciones, transparencia, estaremos aprobando que sigan gobernando con mascarilla. Nuestra manera de exigir un buen gobierno es a través del voto; castigando al corrupto en las urnas.

Así llegamos a la situación de hoy, al punto más crítico de la barbarie; un gobierno que más parece un circo, un desgobierno total, con personajes que se han posicionado políticamente gracias a nuestros votos y que hoy representan todo lo que es el mal ejemplo para una sociedad; drogadicción, nepotismo, clientelismo, incompetencia. Y sin embargo están allí, porque muchas veces los hemos apoyado. La culpa también es nuestra.

Hoy tenemos casi 80 aspirantes a la presidencia, muchos con gravámenes éticos, jurídicos o mediáticos, y aun así avanzan. No porque sean mejores, sino porque nosotros decidimos que bastaba con que no fueran peores. Y esa ambigüedad nos condena, porque los valores invertidos terminan enterrando la democracia.

¿Seguiremos nadando en el mismo charco, hundiéndonos en el lodo, o seremos capaces de elegir a alguien que represente los valores sociales que tanto extrañamos? Con seguridad hay entre los precandidatos personas dignas de apoyo. Pero hay que buscarlas bien, y elegir con conciencia.

Un buen gobierno no empieza en Palacio; empieza en cada voto consciente. Comienza cuando elegimos al edil o al concejal. Es desde ahí que debemos forjar una nueva clase política, una que se aleje del modelo corrupto que hoy nos tiene secuestrados. Un buen gobierno nace también en cada conversación en la finca, en cada cena familiar, en cada reflexión donde dejamos de preguntar “¿quién me conviene?” y empezamos a cuestionar “¿quién merece?”. Solo así construiremos una política donde el respeto, la integridad y el ejemplo vuelvan a importar.

Ahora bien, si no cambiamos la forma de elegir, seguiremos construyendo un país donde los corruptos —aunque no estén condenados— siempre tendrán asiento en la mesa del poder. Y así, el charco seguirá creciendo, mientras nos ahogamos en él sin darnos cuenta.

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