La historia de la humanidad ha estado marcada por la lucha por la tierra. Desde las revueltas campesinas medievales hasta las políticas redistributivas del siglo XX, la concentración de la tierra y los recursos ha sido una fuente constante de desigualdad y conflicto. Las reformas agrarias han intentado corregir ese desequilibrio. Sin embargo, muy pocas han logrado transformar vidas de manera sostenible.
Países como Japón, Corea del Sur y Taiwan lograron llevar a cabo reformas agrarias que podríamos llamar exitosas, en diferentes momentos del siglo XX. Todos tuvieron factores de éxito en común; voluntad política, acompañamiento técnico permanente y acceso a crédito.
Es claro que en nuestro país tenemos una alta concentración de tierras, según el Tercer Censo Nacional Agropecuario (DANE, 2014), Colombia presenta una de las mayores concentraciones de tierra del continente. El índice de Gini de concentración predial es de 0,885, lo cual es extremadamente alto (1 es la concentración total). El 1 % de las unidades productivas más grandes concentra más del 80% del área agropecuaria nacional; mientras tanto, el 70 % de las UPA (Unidades de Producción Agropecuaria) manejan menos del 5 % del área total.
En el país hemos tenido varios intentos de reforma agraria; la Ley 135 de 1961, el Incora, el Incoder, y el más reciente Plan de Reforma Rural Integral del Acuerdo de Paz. Pero mientras el país siga sufriendo la violencia, la falta de voluntad política, el abandono del sector rural, el desfinanciamiento de las instituciones y la concentración del poder económico no habrá ninguna reforma rural exitosa. No se puede pensar en una transformación del campo cuando más del 70 % de los municipios de Colombia son dominados por los grupos armados ilegales, que extorsionan, asesinan y siembran el terror.
Está bien pensar en aprovechar las tierras mal habidas y que han sido extintas por procesos de narcotráfico y corrupción, incluso en comprar algunas tierras para entregar a comunidades de campesinos organizadas; lo que no está bien es promover desde el discurso, el odio hacia los empresarios del campo, y la invasión de tierras como herramienta de presión, tampoco está bien que el estado no haya pensado primero en los más de tres millones de campesinos pequeños y medianos productores que ya tienen la tierra y no tienen con qué ponerla a producir. Les doy un dato, entre el 70 % y el 80 % del empleo rural colombiano lo generan los pequeños y medianos productores, sin embargo, muchos tienen condición de pobreza. No obstante, tienen un papel importantísimo en el sostenimiento de la economía en veredas y municipios rurales. Recuerden que en el campo se genera el 16% del empleo nacional.
Una verdadera reforma agraria no debería desconocer la base que ya tiene, debería comenzar por fortalecer al pequeño y mediano productor, brindando condiciones mínimas para producir en el campo, seguridad, seguridad jurídica sobre la tierra, electrificación, vías de acceso, compras institucionales, y por supuesto créditos de fácil acceso- para un campesino es prácticamente imposible acceder a un crédito en Colombia.
No se trata solo de repartir tierras, se trata de brindar las herramientas necesarias para que quienes ya las tienen, las puedan aprovechar; el acompañamiento técnico, el acompañamiento para la asociatividad y el cooperativismo, la educación rural, deben ser verdaderas política de estado; las entidades del sector agropecuario deben ser modernizadas, fortalecidas y alejadas de la politiquería, para que puedan convertirse en verdaderos bastiones del cambio agropecuario. Si este cambio no ocurre, entonces los campesinos que hoy están recibiendo tierra -incluso con proyectos productivos-, dentro de muy poco, entraran a engrosar las cifras de la pobreza en el sector rural.
La tierra, por si sola, no produce. Se necesita capital, para mano de obra, semillas, insumos, animales, alimentos, infraestructura. Establecer 5 hectáreas de un cultivo perenne y prometedor como el aguacate, el cacao, o el café tiene costos superiores a los ochenta millones de pesos, y el primer ingreso puede tardar 3 años o más. ¿De dónde saldrá ese dinero? ¿de qué va a vivir una familia campesina durante este tiempo?
Experiencias como las del Incora y el Incoder, entre los años 1960 y 2010, mostraron que muchos beneficiarios recibían tierras sin vías, sin riego, sin asistencia técnica ni crédito. El resultado fue el abandono, la venta informal o la nula productividad. Según la Contraloría General (2013), más del 60% de las adjudicaciones de tierra no generaron ingresos sostenibles.
¿Qué debería hacerse antes de repartir tierra?
1. Crear un sistema riguroso de identificación y priorización de beneficiarios; con registros públicos, transparentes y actualizados y basados en criterios productivos y sociales.
2. Evitar la politización del acceso a tierras, con procesos vigilados por comunidades y organizaciones independientes.
3. Garantizar asistencia técnica rural integral; recuperando el extensionismo público, hoy casi inexistente.
4. Asegurar infraestructura productiva mínima; vías, riego, energía, agua, conectividad. Sin estas condiciones, adjudicar tierra es condenar al fracaso.
5. Facilitar acceso real a crédito rural; la banca comercial no presta a pequeños productores, y el banco agrario actúa como un banco comercial más. Se requieren mecanismos de microcrédito rural con garantías estatales, intereses bajos, periodos de gracia y acompañamiento financiero. – el pequeño productor no tiene ingresos demostrables para soportar una solicitud de crédito.
6. Impulsar esquemas asociativos y encadenamientos productivos; para que los pequeños productores puedan competir, escalar y vender.
7. Fortalecer la institucionalidad agraria, blindando entidades como ICA, ADR y Agrosavia frente al clientelismo, y haciendo de los gremios rurales aliados, no enemigos.
Más que repartir, hay que fortalecer, para realmente transformar el campo colombiano.